lunes, 4 de abril de 2011

Puños de Oro


Este relato que narra lo acontecido al finado Don Manuel Monsiváis, me fue contado, allá por los años 70, por su viuda doña Vicenta Cruz; ambos  oriundos del poblado de Cusihuiriachi, quienes llegaron a la ciudad de chihuahua en la época de la revolución. No podría informar la fecha exacta del tal acontecimiento, pero como ella me lo conto, lo cuento.
Del lecho del rio chuviscar surgió al compas del clarín de avanzado la caballería villista. Los soldados federales, ante la sorpresa total en esa mañana, corrían despavoridos por la avenida independencia, sus oficiales daban órdenes para ofrecer la recompensa tomando las azoteas en las esquinas que miraban hacia el norte de donde se precipitaban las fuerzas revolucionarias. El sitio que ahora alberga a plan de Álamos, San Felipe viejo y barrio del Palomar, había sido el resguardo de los revolucionarios, pues casi siempre los atacantes usaban el lecho del río para sorprender a la guarnición.
Don Manuel, esposo de Doña Vicenta era electricista y estaba empleado por el gobierno para instalar en el quiosco de la plaza de armas. Aquella mañana de otoño cuando iba a tomar su café había llegado hasta su casa Anselmo García a pedirle trabajo de ayudante, pues tenía diez días de haberse casado y andaba sin chamba. Saborearon el oscuro líquido cotidiano mientras doña chenta les preparaba algo de comida para la jornada. Se fueron platicando rumbo a la plaza.
El silbido macabro de las balas de fusilería, el tropel de la caballería y el ritmo de las ametralladoras los obligo a refugiarse en la catedral, donde encontraron casa llena.
Con el Jesús en la boca las mujeres rezaban, había ancianos, despreocupados algunos y otros angustiados, lloraban los niños y el sacerdote calmaba a unos y a otros, moviéndose por todo el templo. Pasaron largos 30 o 40 minutos, la puerta se abrió lentamente y fueron saliendo todos, entre ellos el maistro electricista y su ayudante. Con paso ligero y luego al trote, corrieron por la calle segunda y doblaron por la Aldama, ubicándose exactamente atrás de lo que sería el cine plaza (donde en aquel entonces solo había casas modestas de solo un piso). Precisamente ahí, un soldado les hizo el alto y luego les indico:
-Mi coronel los quiere ver, así es que píquenle adentro.
La actitud y el tono eran para no chistar. Don Manuel y Anselmo entraron a un zaguán y vieron una pequeña caja de muerto; por su tamaño se podría decir que era de un niño
-Aquí están los dos civiles que pidió, mi coronel.
-Bien. Miren ustedes, necesito mandar este parque a mi general, que se encuentra aquí nomas en la plaza de armas. Este cabo y mi asistente les ayudaran a cargar la caja del muertito, esta chiquita pero va cargada de puro plomo para esa chusma revoltosa. Pesa un carajal, así que a cargarla.

Diciendo y haciendo, sufriendo y pujando, los cuatro hombres sujetaron cada uno de los bordes de la caja, apoyada en sus hombros; los dos soldados atrás y los dos civiles al frente. La marcha se malogro, pues al voltear la esquina de Aldama e independencia para ir rumbo a la plaza, se escucho un grito, la caja se tambaleo al desplomarse Anselmo. Allí se quedo tirado. Los otros llegaron como pudieron y entregaron la carga.
-Muchas gracias, muchachos, muchas gracias. Suban lo que traen ahí.
-Si, señor, mucho parque-contesto el electricista.
-Teniente, abra esa caja.
Cuando el oficial quito la tapa, relumbraron las alazanas, monedas de 20 pesos de puro oro.
-Agarren un puño y lárguense pronto- dijo el general.
-Señor – musitó el civil- mataron a mi ayudante el venia con nosotros y, pues, tenia poquito de casado.
-Pos agarra otro puño, llévaselo a la ayuda pa´que cuando se le pase el sufrimiento le de vuelo a la hilacha.
Don Manuel salió apresurado, iba por el cadáver de Anselmo, pero cuando ya estaba cerca se oyó otro clarinazo, otra avanzada, pensó, así que mejor salió corriendo.
Regreso en la tarde por su ayudante para darle sepultura, nunca me lo hubiera imaginado, pero dos años después de que me contaron lo anterior, un albañil contratado por mi padre, mientras realizaba su trabajo, me decía:
Lo que le voy a contar es un secreto, aunque ha pasado tanto tiempo... el ingeniero ya no vive aquí, y el capataz, don Chuy, ya se murió. Mire nomas: cuando hicimos el hotel del Real y escavamos para hacer los cimientos, encontramos en una pared una caja de madera bien podrida.
Cuando se dio el tala chaso, hervía de monedas de oro, puras alazanas. Entonces el ingeniero nos formo en línea y nos hablo. Dijo que aquel era dinero del gobierno pero que mas falta nos hacía a nosotros.
-Agarre cada quien su puño, solo uno. Lo que sobre será mío, pero si no sobra nada, no me toca nada, ¿de acuerdo?
-Claro que si, como usted diga-Dijimos.
Al otro día era domingo, no hubo trabajo. Nadie platico nada, pues sabíamos que si alguien hablaba haría un mal para él y para todos. Al lunes siguiente la mitad de los hombres no regresaron a la obra. Los demás gastaron poco a poco el puño de oro.

A veces lo dudo pero es muy posible que aquel oro era el mismo que transporto Anselmo, el recién casado, el ayudante del maistro electricista.


 Versión escrita: Cesar Imerio Salazar Amaro.


Extraido de: Nueve leyendas de Chihuahua, Jesús Chávez Marín, Editorial UACH 2010.

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