jueves, 7 de abril de 2011

El chato Nevárez
En el nombre de Dios, todopoderoso, yo, Miguel Aldaca, natural de la Corte de Madrid, digo que: yendo de Babonoyaba para el real de Santa Eulalia, en el punto de la Ciénega, todo el arroyo […] hallas enterradas diez cargas de barras de plata; encima los aparejos y a un lado los cadáveres de los peones que las enterraron […] Si Dios Nuestro Señor te da licencia, te encargo que hagas estas mandas…

Y así continúa el fabuloso derrotero que a su hija dejó uno de los compañeros de correrías del Chato Nevárez. En otro documento del mismo tenor, se lee:

Si el Señor te da licencia de ir a la casa del rancho último del Chato Nevárez, que está situada en el centro de la misma sierra de La Silla, que son tres piezas de piedra, se encuentra frente a la cocina, tres peroles con pesos y, en la sala frente a la cocina, otras tres y, por si fuera poco, en el cuarto de los aparejos hay ollas con tejas de oro y plata…

Y aún siguen describiendo, éste y otros derroteros, fantásticas riquezas que el Chato Nevárez dejó enterradas en los sitios más inverosímiles. Estos documentos prolijos en detalles suelen tener fechas posteriores a 1802 o a 1804, advirtiendo que quizá sólo se encuentren las tapias de las casas que mencionan pues “ya van para veinte años que el Chato goza de la santa gloria”.

En el de Aldaca, que transcribimos al principio, antes de finalizar advierte: “unidos a todos tus compañeros de Babonoyaba, repártelos –los tejos de plata- en partes iguales y sin ambición, para que Dios nuestro señor te ayude…” aclarando que se anexa un mapa –que ya no existe- de Severiano Coure.

En fin, que si las extraordinarias riquezas que ocultó el Chato, después de asaltar las conductas de arrieros que venían de Cusihuiriachic o de Santa Eulalia, se han perdido en la calenturienta imaginación de arrieros y rancheros, lo que aún se conserva vivo es el recuerdo de Jesús Nevárez, versión chihuahuense de Chucho el Roto, el bandido bueno que roba a los ricos para repartir a los pobres.

También es cierto que poca o ninguna atención le han prestado los historiadores al estudio de los bandidos, a excepción de que se les identifique con alguna facción política.

Curiosamente, ahora que se ha hecho lugar común el hablar del fin de las ideologías, podría valer la pena rescatar a estos personajes que sólo servían “al bien común”, por lo que incluimos al Chato Nevárez.

Nevárez, fue miembro de una antigua familia avecindada en los rumbos de Satevó; él personalmente era oriundo de Babonoyaba y, según “contaban los viejos”, muy mozo se metió en una gavilla a meroderar los caminos, siguiendo técnicas aprendidas de los apaches. La primera persecución que sufrió el Chato fue durante la comandancia de José Antonio Rengel, cuando se hizo extensiva la campaña de la apachería a los tarahumares infidentes, lo que incluía a la gavilla del Chato. Algunos terminaron en la horca de Chihuahua, pero los de Nevárez aún asaltaban con frecuencia las recuas durante el gobierno de Pedro de Nava en 1794.

Fue precisamente en ese año, durante la fiesta del Señor Santiago, patrono de Babonoyaba, el 24 de julio, cuando una mujer despechada, al darse cuenta de que Nevárez vivía con otra, a lomo de mula se trasladó a Satevó para denunciarlo ante las autoridades.

Era un espléndido amanecer de verano; el campo lucía verde y húmedo aún por el aguacero de la noche y el río de Santa Isabel reflejaba en sus meandros la blanca iglesia de Babonoyaba, que florecía en adornos de papeles de colores.

Sin previo aviso, los alguaciles cercaron el cuarto donde dormía el Chato. No tuvo escapatoria, diez arcabuces le apuntaban al pecho. Sonriendo, se acomodó el sombrero y le dijo al Cabo que dirigía el piquete: “No tengo escapatoria; pero sólo pido se me conceda la última súplica de un sentenciado a muerte, que consiste en cumplir un compromiso en este pueblo”.

El mismo gentío, que ya se había reunido compungido, informó al mílite del compromiso contraído por Nevárez, que consistiría en lidiar al toro más bravo que lanzaría al coto en esa tarde. Fama tuvo el Chato, y bien merecida, de ser magnífico jinete y mejor lidiador de reses bravas. Empeño su palabra el Chato de no huir y se esperó la hora del jolgorio. Al contrario de otras veces, en esa tarde la música calló, los tinglados sólo deseaban despedir con respeto a un hombre que realizaría su faena final.

Salió el tolo al redondel; en medio de la plaza Nevárez se quitó el sombrero y sonriente saludó a todos. Tomó la capa escarlata, pero en vez de ofrecérsela al bicho, la arrojó a las tribunas y, en un acto imprevisto, presentó el pecho a las astas del bruto, que lo levantó en vilo. Un grito sordo se ahogó en la multitud, mientras losborbones de sangre fluían de las heridas.

Así se despidió el Chato Nevárez de su pueblo, en una tarde de sol el día del Señor Santiago.

Nevárez murió, pero nació la leyenda y con ella mil derroteros de tesoros, que aún alimentan la esperanza de los pobres que viven en las resacas tierras de Babonoyaba. Dicen también que en noches de luna suele aparecerse en los cordones de la sierra de Los Frailes y en la de La Silla cabalgando en un caballo blanco como el de Santiago Matamoros. Dicen que, tiempo después, Francisco Villa recorría los mismos caminos y veredas.

Versión escrita: Zacarías Márquez Terrazas

Extraido de: Nueve leyendas de Chihuahua, Jesús Chávez Marín, Editorial UACH 2010.

lunes, 4 de abril de 2011


El chato Nevárez

En el nombre de Dios, todopoderoso, yo, Miguel Aldaca, natural de la Corte de Madrid, digo que: yendo de Babonoyaba para el real de Santa Eulalia, en el punto de la Ciénega, todo el arroyo […] hallas enterradas diez cargas de barras de plata; encima los aparejos y a un lado los cadáveres de los peones que las enterraron […] Si Dios Nuestro Señor te da licencia, te encargo que hagas estas mandas…

Y así continúa el fabuloso derrotero que a su hija dejó uno de los compañeros de correrías del Chato Nevárez. En otro documento del mismo tenor, se lee:

Si el Señor te da licencia de ir a la casa del rancho último del Chato Nevárez, que está situada en el centro de la misma sierra de La Silla, que son tres piezas de piedra, se encuentra frente a la cocina, tres peroles con pesos y, en la sala frente a la cocina, otras tres y, por si fuera poco, en el cuarto de los aparejos hay ollas con tejas de oro y plata…

Y aún siguen describiendo, éste y otros derroteros, fantásticas riquezas que el Chato Nevárez dejó enterradas en los sitios más inverosímiles. Estos documentos prolijos en detalles suelen tener fechas posteriores a 1802 o a 1804, advirtiendo que quizá sólo se encuentren las tapias de las casas que mencionan pues “ya van para veinte años que el Chato goza de la santa gloria”.

En el de Aldaca, que transcribimos al principio, antes de finalizar advierte: “unidos a todos tus compañeros de Babonoyaba, repártelos –los tejos de plata- en partes iguales y sin ambición, para que Dios nuestro señor te ayude…” aclarando que se anexa un mapa –que ya no existe- de Severiano Coure.

En fin, que si las extraordinarias riquezas que ocultó el Chato, después de asaltar las conductas de arrieros que venían de Cusihuiriachic o de Santa Eulalia, se han perdido en la calenturienta imaginación de arrieros y rancheros, lo que aún se conserva vivo es el recuerdo de Jesús Nevárez, versión chihuahuense de Chucho el Roto, el bandido bueno que roba a los ricos para repartir a los pobres.

También es cierto que poca o ninguna atención le han prestado los historiadores al estudio de los bandidos, a excepción de que se les identifique con alguna facción política.

Curiosamente, ahora que se ha hecho lugar común el hablar del fin de las ideologías, podría valer la pena rescatar a estos personajes que sólo servían “al bien común”, por lo que incluimos al Chato Nevárez.

Nevárez, fue miembro de una antigua familia avecindada en los rumbos de Satevó; él personalmente era oriundo de Babonoyaba y, según “contaban los viejos”, muy mozo se metió en una gavilla a meroderar los caminos, siguiendo técnicas aprendidas de los apaches. La primera persecución que sufrió el Chato fue durante la comandancia de José Antonio Rengel, cuando se hizo extensiva la campaña de la apachería a los tarahumares infidentes, lo que incluía a la gavilla del Chato. Algunos terminaron en la horca de Chihuahua, pero los de Nevárez aún asaltaban con frecuencia las recuas durante el gobierno de Pedro de Nava en 1794.

Fue precisamente en ese año, durante la fiesta del Señor Santiago, patrono de Babonoyaba, el 24 de julio, cuando una mujer despechada, al darse cuenta de que Nevárez vivía con otra, a lomo de mula se trasladó a Satevó para denunciarlo ante las autoridades.

Era un espléndido amanecer de verano; el campo lucía verde y húmedo aún por el aguacero de la noche y el río de Santa Isabel reflejaba en sus meandros la blanca iglesia de Babonoyaba, que florecía en adornos de papeles de colores.

Sin previo aviso, los alguaciles cercaron el cuarto donde dormía el Chato. No tuvo escapatoria, diez arcabuces le apuntaban al pecho. Sonriendo, se acomodó el sombrero y le dijo al Cabo que dirigía el piquete: “No tengo escapatoria; pero sólo pido se me conceda la última súplica de un sentenciado a muerte, que consiste en cumplir un compromiso en este pueblo”.

El mismo gentío, que ya se había reunido compungido, informó al mílite del compromiso contraído por Nevárez, que consistiría en lidiar al toro más bravo que lanzaría al coto en esa tarde. Fama tuvo el Chato, y bien merecida, de ser magnífico jinete y mejor lidiador de reses bravas. Empeño su palabra el Chato de no huir y se esperó la hora del jolgorio. Al contrario de otras veces, en esa tarde la música calló, los tinglados sólo deseaban despedir con respeto a un hombre que realizaría su faena final.

Salió el tolo al redondel; en medio de la plaza Nevárez se quitó el sombrero y sonriente saludó a todos. Tomó la capa escarlata, pero en vez de ofrecérsela al bicho, la arrojó a las tribunas y, en un acto imprevisto, presentó el pecho a las astas del bruto, que lo levantó en vilo. Un grito sordo se ahogó en la multitud, mientras losborbones de sangre fluían de las heridas.

Así se despidió el Chato Nevárez de su pueblo, en una tarde de sol el día del Señor Santiago.

Nevárez murió, pero nació la leyenda y con ella mil derroteros de tesoros, que aún alimentan la esperanza de los pobres que viven en las resacas tierras de Babonoyaba. Dicen también que en noches de luna suele aparecerse en los cordones de la sierra de Los Frailes y en la de La Silla cabalgando en un caballo blanco como el de Santiago Matamoros. Dicen que, tiempo después, Francisco Villa recorría los mismos caminos y veredas.
Extraido de: Nueve leyendas de Chihuahua, Jesús Chávez Marín, Editorial UACH 2010.
Versión escrita: Zacarías Márquez Terrazas

El Violín de Don Anatolio

Mi abuelo era un hombre ya anciano cuando yo era aún niña. Fue un señor alto y rubio con barba tupida y larga, ojos azules de mirada franca, su carácter alegre y platicador, aunque algo irónico.
¡Como era bueno para caminar! Recorría grandes distancias a pie que lo llevaron a conocer varios lugares.
Mi abuelo paterno murió en un accidente en un camino vecinal, me dejo tantos recuerdos. Al evocarlo  vuelvo a ver  cómo era mi pequeño pueblo de Temósachi  en ese entonces; sus casas y sus tapias de adobe, sus calles y callejones, su río y los montes cercanos.
Entre los contemporáneos de mi abuelo había un señor ya anciano, de estatura regular, apergaminado, estevado, chacalito (como los elotes deshidratados por la acción del fuego), de ojos negros y brillantes, amante de la música.
Años atrás sacristán: sabía leer, tocar el violín y cantar himnos religiosos. Vivía solo en un cuarto de adobe, rodeado de un maizal en su solar, donde además había unos cuantos árboles.
La casa de don Tolio, como todos le decían, estaba cerca del río; muchas calles y callejones llegaban hasta los barrancos por lo que la mayoría de las gentes lavaban su ropa, se bañaban y usaban su agua para el uso doméstico.
Don Anatolio mantenía cerrada la puerta de su casa, espiaba a los vecinos por las rendijas de la puerta; vivía pobremente y cuando mi abuelo le preguntaba que hacia para mantenerse, el anciano le respondía que con una lucha le bastaba. Oírlo mi abuelo y ponerle apodo al pobre señor fue un segundo. Buenos días, “Pocalucha,” ¿cómo amaneciste?, le gritaba junto a la puerta de don Anatolio, que salía lleno de coraje a coger piedras tirárselas a mi abuelo.
Dentro de la habitación de don Tolio había una cama alta, o sea dos bancos angostos y largos de madera con unas tablas arriba, una mesa con una o dos sillas y, colgando de una alcayata, un violín; el fogón a ras del suelo y la tronera por donde escapaba el humo de la leña y las jarillas. En el patio se apilaban un sinfín de enseres, desde el viejo arado, la caña de pescar, trastos y los aparejos del burro que encerraba en el marchero detrás de la casa. Al burro lo utilizaba para pasar el río, para recoger leña en los montes y con ella calentar el hogar y cocer su frugal comida.
Don Anatolio se bañaba y lavaba su escasa ropa en el río donde la dejaba de un día para otro apresada con unas piedras; de vez en cuando pescaba bagres que salaba y secaba para consumirlos poco a poco.
La vida solitaria de este señor parecía rara, pero según el decir de algunos vecinos, era un hombre con cultura, le gustaba leer arcaicos libros, sabia tocar el violín así como muchos cánticos sagrados; a veces se le oía cantarlos en latín. Era temeroso, anteriormente esos pueblos con escasos pobladores eran asaltados por gavillas, se llevaban a las mujeres y el ganado; por eso las gentes en cuanto se metía el sol ya estaban dentro de sus casas.
También don Anatolio se recogía temprano y no le abría la puerta a nadie.
Don Tolio, me decía papá Lolo, o sea mi abuelo, estaba lleno de cierto misterio. En lo profundo de la noche se ponían a tocar el violín (aquél que descolgaba de la escarpia) para ahuyentar al malo, al demonio, porque este instrumento se tocaba en cruz, decía, y de esas notas salían melodías y armonías muy bellas.
Don Anatolio tendía el cuello nervudo y seco, con sus manos sarmentosas tocaba y tocaba y tal parecía que en esos momentos su espíritu se liberaba con la música de aquel violín que subía en el aire nocturno en las horas de silencio profundo, mientras en el cielo las estrellas brillaban, parecía que chispeaban como pedernales. Eran tan densas las tinieblas que no se veía la palma de la mano. En ese tiempo no había en los pueblos luz eléctrica.
Los vecinos ya estaban acostumbrados a oír a don Tolio tocar el violín; pero aun así se santiguaban temerosos y había que escuchar que voz tenía aquel viejo cuando cantaba himnos muy antiguos, envueltos todavía entre las sombras que preceden al alba, poco antes del canto de los gallos que anunciaban el amanecer.
Después, cuando cesaban los cantos, don Anatolio removía el rescoldo para rescatar las brasas y encender el primer fuego del día, recogía la ceniza que guardaba para tapar las goteras de la azotea de su vivienda. Ponía a hervir agua para el café y en las brasas doraba las tortillas para desayunar; después salía a darle agua al burro, lo llevaba al río que estaba cerca y allí se lavaba la cara y las manos. ¡Cuidado, Pochalucha!, le gritaba mi abuelo desde el barranco, estás tan flaco que la corriente te puede arrastrar. Viejo lengón, le contestaba don Anatolio, y mi abuelo se retiraba muerto de risa.
 Así fue pasando la vida don Tolio, entre oscuras noches y claros amaneceres; solitario, pobre y conforme con lo que tenía.
Papá lolo me dijo un día: Ya se murió Pochalucha, que Dios lo haya perdonado.
Pasado algún tiempo me contaba lo que decían los vecinos: Que después de que había fallecido don Anatolio, algunos trasnochadores que pasaban por ese rumbo escuchaban en la tranquilidad de la noche la música del violin, que salía del maizal; era como si una mano invisible arrancara aquellos arpegios que se iban apagando en el espacio. A quienes los oían se les ponían los pelos de punta, santiguándose apresuraban el paso para llegar pronto a sus casas, además los perros de las cercanías aullaban lastimeramente en esas horas de la medianoche. ¡Ave María Purísima!, exclamaban las gentes y metían la cabeza debajo de las cobijas, para no oírlos.
Otros los madrugadores, decían que de la casa abandonada de don Tolio se escuchaban cantar himnos que parecían salir del fondo de los tiempos. Eran los cantos de alba para disipar las sombras de la noche: “Ya viene el alba, ya viene el día, daremos gracias, Ave María”.
Hace muchos años que murió mi abuelo; pero yo cada vez lo recuerdo y me pregunto: ¿Qué sería de aquel violín y de su música que la gente escuchaba? Los cantos impregnados de humo escapaban por la chimenea al clarear el día. Mucho tiempo después las gentes se contaban unas a otras haber oído aquella música y aquellos himnos de alguien que ya había muerto.
Diré como decíamos antes: “Que mis palabras no le hagan ruido”

Versión escrita: Eva Muñoz

Extraido de: Nueve leyendas de Chihuahua, Jesús Chávez Marín, Editorial UACH 2010.

Puños de Oro


Este relato que narra lo acontecido al finado Don Manuel Monsiváis, me fue contado, allá por los años 70, por su viuda doña Vicenta Cruz; ambos  oriundos del poblado de Cusihuiriachi, quienes llegaron a la ciudad de chihuahua en la época de la revolución. No podría informar la fecha exacta del tal acontecimiento, pero como ella me lo conto, lo cuento.
Del lecho del rio chuviscar surgió al compas del clarín de avanzado la caballería villista. Los soldados federales, ante la sorpresa total en esa mañana, corrían despavoridos por la avenida independencia, sus oficiales daban órdenes para ofrecer la recompensa tomando las azoteas en las esquinas que miraban hacia el norte de donde se precipitaban las fuerzas revolucionarias. El sitio que ahora alberga a plan de Álamos, San Felipe viejo y barrio del Palomar, había sido el resguardo de los revolucionarios, pues casi siempre los atacantes usaban el lecho del río para sorprender a la guarnición.
Don Manuel, esposo de Doña Vicenta era electricista y estaba empleado por el gobierno para instalar en el quiosco de la plaza de armas. Aquella mañana de otoño cuando iba a tomar su café había llegado hasta su casa Anselmo García a pedirle trabajo de ayudante, pues tenía diez días de haberse casado y andaba sin chamba. Saborearon el oscuro líquido cotidiano mientras doña chenta les preparaba algo de comida para la jornada. Se fueron platicando rumbo a la plaza.
El silbido macabro de las balas de fusilería, el tropel de la caballería y el ritmo de las ametralladoras los obligo a refugiarse en la catedral, donde encontraron casa llena.
Con el Jesús en la boca las mujeres rezaban, había ancianos, despreocupados algunos y otros angustiados, lloraban los niños y el sacerdote calmaba a unos y a otros, moviéndose por todo el templo. Pasaron largos 30 o 40 minutos, la puerta se abrió lentamente y fueron saliendo todos, entre ellos el maistro electricista y su ayudante. Con paso ligero y luego al trote, corrieron por la calle segunda y doblaron por la Aldama, ubicándose exactamente atrás de lo que sería el cine plaza (donde en aquel entonces solo había casas modestas de solo un piso). Precisamente ahí, un soldado les hizo el alto y luego les indico:
-Mi coronel los quiere ver, así es que píquenle adentro.
La actitud y el tono eran para no chistar. Don Manuel y Anselmo entraron a un zaguán y vieron una pequeña caja de muerto; por su tamaño se podría decir que era de un niño
-Aquí están los dos civiles que pidió, mi coronel.
-Bien. Miren ustedes, necesito mandar este parque a mi general, que se encuentra aquí nomas en la plaza de armas. Este cabo y mi asistente les ayudaran a cargar la caja del muertito, esta chiquita pero va cargada de puro plomo para esa chusma revoltosa. Pesa un carajal, así que a cargarla.

Diciendo y haciendo, sufriendo y pujando, los cuatro hombres sujetaron cada uno de los bordes de la caja, apoyada en sus hombros; los dos soldados atrás y los dos civiles al frente. La marcha se malogro, pues al voltear la esquina de Aldama e independencia para ir rumbo a la plaza, se escucho un grito, la caja se tambaleo al desplomarse Anselmo. Allí se quedo tirado. Los otros llegaron como pudieron y entregaron la carga.
-Muchas gracias, muchachos, muchas gracias. Suban lo que traen ahí.
-Si, señor, mucho parque-contesto el electricista.
-Teniente, abra esa caja.
Cuando el oficial quito la tapa, relumbraron las alazanas, monedas de 20 pesos de puro oro.
-Agarren un puño y lárguense pronto- dijo el general.
-Señor – musitó el civil- mataron a mi ayudante el venia con nosotros y, pues, tenia poquito de casado.
-Pos agarra otro puño, llévaselo a la ayuda pa´que cuando se le pase el sufrimiento le de vuelo a la hilacha.
Don Manuel salió apresurado, iba por el cadáver de Anselmo, pero cuando ya estaba cerca se oyó otro clarinazo, otra avanzada, pensó, así que mejor salió corriendo.
Regreso en la tarde por su ayudante para darle sepultura, nunca me lo hubiera imaginado, pero dos años después de que me contaron lo anterior, un albañil contratado por mi padre, mientras realizaba su trabajo, me decía:
Lo que le voy a contar es un secreto, aunque ha pasado tanto tiempo... el ingeniero ya no vive aquí, y el capataz, don Chuy, ya se murió. Mire nomas: cuando hicimos el hotel del Real y escavamos para hacer los cimientos, encontramos en una pared una caja de madera bien podrida.
Cuando se dio el tala chaso, hervía de monedas de oro, puras alazanas. Entonces el ingeniero nos formo en línea y nos hablo. Dijo que aquel era dinero del gobierno pero que mas falta nos hacía a nosotros.
-Agarre cada quien su puño, solo uno. Lo que sobre será mío, pero si no sobra nada, no me toca nada, ¿de acuerdo?
-Claro que si, como usted diga-Dijimos.
Al otro día era domingo, no hubo trabajo. Nadie platico nada, pues sabíamos que si alguien hablaba haría un mal para él y para todos. Al lunes siguiente la mitad de los hombres no regresaron a la obra. Los demás gastaron poco a poco el puño de oro.

A veces lo dudo pero es muy posible que aquel oro era el mismo que transporto Anselmo, el recién casado, el ayudante del maistro electricista.


 Versión escrita: Cesar Imerio Salazar Amaro.


Extraido de: Nueve leyendas de Chihuahua, Jesús Chávez Marín, Editorial UACH 2010.

La Dama elegante

Corría el año de 1940, la ciudad de Chihuahua era una pequeña población.  Conservaba un fuerte sabor provinciano, característico de los centros urbanos de aquellos tiempos. Era una ciudad de proporciones caminables. En un letrero colocado a la salida de la carretera a Ciudad Juárez se podía leer “Chihuahua, ochenta mil habitantes.”
Angelina, una joven mujer, frisaba los diecisiete años, era obediente e ingenua, vivía de acuerdo con los cánones establecidos por aquella sociedad provincial, en la que las familias se conocían. Muchas de ellas Vivian en el centro de la ciudad, en viejas casonas de adobe, apenas modernizadas con los muebles y aparatos eléctricos de moda, especialmente los radios de onda corta y larga. Los teléfonos funcionaban con una operadora de la central y cuando uno levantaba el auricular, ella preguntaba: ¿A qué número desea hablar? Se le daba la cifra de tres dígitos y ella hacia la comunicación. Era un mundo de dimensiones profundamente humanas.
La joven Angelina había quedado huérfana de padre y madre cuando era muy pequeña. Su familia conformada por ella, su hermana Lilia y dos varones Vivian con una tía soltera, que se había hecho cargo a raíz de la muerte de los padres. Los frecuentaba la tía Nina, a quien apodaban así porque era la madrina de Lilia. Cuando llegó a la pubertad Angelina, junto con su hermana y otras compañeras de la escuela, gustaban de ir los domingos a la Plaza de Armas a platicar con muchachos de su edad. Sus parientes  no veían con buenos ojos esas libertades en quienes apenas empezaban a ser mujeres por lo que la madrina de Lilia discurrió que el domingo era un buen día para ir a limpiar  las lápidas de sus difuntos y así por la tarde, acompañada de su ahijada y de Angelina, caminaban, desde su domicilio en la calle Morelos 1005, hasta la avenida Ocampo y la recorrían hacia el sur, hasta Salir de la ciudad, para llegar finalmente al Panteón de Dolores. Éste se localizaba al cruzar la vía del tren, la avenida se convertía en el camino que conducía a la Fundición, una planta concentradora de metales, propiedad  de la American Smelting  Co., en el cercano poblado de Ávalos. El Panteón de Dolores era una propiedad privada y colindaba con el Panteón Municipal, ambos circundados por una barda de adobe.
Durante la larga caminata dominical, las muchachas no podían seguirle el paso a Nina, siempre se quedaban  atrás observando a las familias que, sentadas en sillas y mecedoras,  tomaban el fresco, luego de las calurosas tardes de verano, platicando a la sombra frente a sus casas.
-No se queden atrás- insistía Nina a intervalos regulares y esperaba hasta que las jóvenes la alcanzaban.
Finalmente llegaban a su destino y Nina se iba a la tumba de su progenitora, cargando una cubeta con agua, una escoba y un trapeador que conseguía con el encargado del panteón, y se dedicaba a asear el monumento.
Angelina hacia otro tanto con la lapida de su madre, ayudada por su hermana; pasaban las horas en esos quehaceres que para ellas resultaban tediosos. Al oscurecer, las tres mujeres salían del panteón cansadas y presas del miedo que se fueran a encontrar a La dama elegante.
Angelina recordaba que desde pequeña había escuchado platicar a Nina sobre lo que contaba la gente que Vivian cerca del cementerio: Por la vía del tren, que se cruzaba al regresar de la ciudad, se aparecía una señora muy bien arreglada, vestida de blanco.
Una tarde, cuando la joven terminó de asear el monumento de su difunta madre, se acerco junto con su hermana Lilia a donde estaba su tía y le dijo:
-Cuéntanos la historia de la dama de blanco que se aparece por la vía.
-Ahorita no tengo tiempo, no he acabado de asear la tumba de mi madre, será otro día.
Las dos hermanas, a quienes les aburría la estancia en el panteón, insistieron a una voz:
-Ándale, Nina, platícanos de esa señora, no seas mala.
-Bueno, siéntense aquí en la orillita de esta lápida sin subir los pies, acabo de limpiarla.
Nina se arrellanó al centro de la plancha de mármol y pronto las muchachas hicieron lo propio a ambos lados de ella. Angelina la observaba ansiosa, esperando que empezara a hablar.
-Como les dije, desde hace algunos años la gente de este rumbo cuenta que por las noches ven vagar a una dama ataviada con un vestido blanco y vaporoso; camina a lo largo de la vía como si buscara algo o a alguien.
-¿Nadie ha hablado con ella?- preguntó con ingenuidad la ahijada.
-¡Cómo crees! La gente la ve y se mete a su casa, pero desde la puerta o por las ventanas la observan pasearse por los rieles, Dicen que es una figura que por momentos destaca con increíble claridad y luego se pierde, como un fantasma, en la penumbra nocturna.
Nina continuó su narración con voz pausada, bajo la luz crepuscular que iba tiñendo con tonos rojizos aquel misterioso ambiente, con sus espigados árboles y tumbas:
-                     Una noche de primavera, dicen que era un jueves santo, transitaba un carro de sitio por la avenida Ocampo; regresaba de llevar un pasaje a La Fundición. Era cerca de la media noche, cuando el chofer vio a una mujer muy bien vestida, parada cerca de la vía del tren, que le hacía señas con un pañuelo en la mano. Acostumbrado a recoger pasaje por donde transitaba, dio un giro sobre la carretera, se acerco y detuvo el vehículo. Ella, sin decir palabra, abordó el asiento trasero y se acomodó con distinción.
-                     ¿A dónde la llevo, señora?
-                     Tengo que cumplir una manda, necesito visitar siete templos-contesto con voz amable.
-                     Vamos a la iglesia de San Francisco y de allí me lleva al de Santo Niño.
El conductor, un poco desconcertado, enfiló el carro hacia la población y procedió a cumplir el deseo de la elegante dama. La observó por el espejo retrovisor. No era de facciones propiamente bellas, su  cara no tenía nada de particular, pero su atuendo era muy distinguido, llevaba un bonito sombrero blanco y una pequeña sombrilla, pero sobre todo fue por el porte aristocrático de la mujer lo que más impresiono al joven taxista. Noto que con discreción se llevaba el pañuelo a los ojos, pronto se dio cuenta que lloraba en silencio, con sollozos que de vez en cuando afloraban de su pecho.
Llegaron a la iglesia, la dama se bajo del carro y camino por el atrio. El chofer no alcanzaba a comprender como iba a entrar al templo a esas horas, pensó que tal vez  sería amiga del párroco. Al poco rato a bordo de nuevo el vehículo y se fueron hacia el Santo Niño. Regresaron al centro, a la catedral, y luego se trasladaron a la capilla de Ntra. Sra. De Lourdes. Allí el joven taxista pretendió seguirla, bajo del coche y fue tras ella, escondiéndose entre los cipreses, pero ella se esfumo a media escalinata. El hombre sintió un escalofrió y opto por regresar al taxi. Al poco rato apareció la dama y se acomodo en el asiento; un discreto olor a nardos invadió el interior del vehículo. El cochero la miro a los ojos pero ella esquivo la mirada y le pidió que la llevara al Santuario de Ntra. Sra. De Guadalupe. Más tarde fueron al templo de santa Rita y finalmente al Sagrado Corazón que estaba en construcción.
Se dice que durante el largo recorrido la elegante dama no cesaba de llorar con un llanto contenido, que impresiono profundamente al chofer. Al regresar de su visita al séptimo templo, el conductor le pregunto:
-                     ¿Quiere ir a algún otro sitio?
-                     No es suficiente. Era una deuda que tenía que saldar, ofrecí hacer la visita de las siete casas si sanaba de una grave enfermedad. Por favor lléveme ahora al panteón de dolores.
El fatigado piloto sintió miedo cuando ella le menciono el destino, por demás extraño. Sin embargo, acostumbrado a recorrer por la noche los rumbos más insólitos de la ciudad con pasajeros de todas las clases sociales, se aboco a cumplir las instrucciones. Le intrigaba el deseo de la señora de dirigirse al panteón a tan altas horas de la noche, un lugar totalmente desolado en las afueras de la ciudad. No alcanzaba a imaginar donde vivía su extraña pasajera. Pensó que se alojaría en la casa del administrador del panteón, sin embargo no se atrevió a preguntar a pesar de que su piadosa cliente había dejado de llorar y se mostraba más tranquila. Llegaron a la puerta principal, el taxista detuvo el automóvil y, volviéndose hacia ella, le dijo:
-                     Son 50 pesos.
-                     Le voy a pedir un favor – contesto la dama con voz serena-. Olvide el monedero y mañana salgo fuera de la ciudad; vaya a mi casa y explíquele a quien le abra la puerta el servicio que me ha hecho, allí le pagaran la cuenta. Le dejo este añillo en prenda- dijo mientras sacaba del anular derecho una argolla de matrimonio-, entréguelo a quien lo atienda.
-                     -¿cuál es su nombre?, ¿su dirección?
Ella le dio los datos y sin decir más bajo del auto. Camino hacia la reja del panteón, la abrió, cruzo el dintel, cerró y se perdió en la oscuridad. El joven, sentado al volante, observo la escena sin mover el carro. Se quedo estupefacto por unos minutos, incapaz de creer lo que había sucedido. Todo fue tan sorpresivo y absurdo que solo entonces se percato de que aquello parecía surgido de un sueño. Le invadió un miedo extraño que le paralizo por un momento; finalmente pudo arrancar el vehículo, le temblaban las piernas.
 Al día siguiente se presento en el domicilio que le dio la dama. La casa donde toco el timbre era de una familia de la alta sociedad chihuahuense de aquellos años. Una joven con uniforme de servicio domestico salió a la puerta: -¿que se le ofrece?- pregunto en tono educado.
-                     Anoche transporte a una señora a varias iglesias de la ciudad y me dijo que pasara a cobrar aquí la cuenta, me dejo en prenda este anillo.- alargo la mano y le entrego a la muchacha un papel donde había anotado el nombre con la dirección, así como la argolla matrimonial. La camarera se puso pálida como un lirio y sin decir palabra se fue hacia la casa, llevando en el puño cerrado la prenda y el papel. Poco después salió un hombre joven que con voz agitada pregunto al visitante:
-                     ¿donde consiguió la argolla de matrimonio de mi madre?
-                     Ya le explique a la Señorita que anoche la lleve a varios templos y me dijo que pasara aquí a cobrar, me dejo la sortija para que se la entregara a usted a cambio del pago de los 50 pesos del servicio.
El joven, con la cara descompuesta por la angustia y con lágrimas en los ojos,   dijo con voz trémula:
-                     Mi madre murió hace más de un año de un mal incurable.
El taxista se quedo inmóvil por un momento sin decir palabra y finalmente se desplomo en el quicio de la puerta, víctima de un sincope cardiaco.

Versión escrita: Armando Gutiérrez Mares.

Extraido de: Nueve leyendas de Chihuahua, Jesús Chávez Marín, Editorial UACH 2010.

¿Qué es una leyenda?

Una de las más persistentes formas de la narrativa popular es la leyenda, ese relato de hechos reales mezclados con fantasía cuyos personajes son conocidos por la gente de una región, por sus hechos famosos o por su conducta extrema en situaciones verídicas que impresionaron fuertemente en su tiempo y que viven en la imaginación y en la memoria colectiva.
Aunque el origen del nombre viene del latín medieval legenda y significa “acción de leer, obra que se lee”, su forma más auténtica es el relato oral que se cuenta en voz alta de generación en generación en tertulias, conversaciones familiares, cartas privadas, y cada narrador le quita y le agrega elementos o secuencias completas conforme a su talento y personalidad. Así cada historia se va enriqueciendo o empobreciendo, según el alcance y la intensidad de las acciones que se relatan o del interés y el ambiente colectivo en el que viven como imágenes. De esa forma resulta que de una misma leyenda suele haber múltiples versiones.
Por eso es la escritura la que da un registro de permanencia a una leyenda nacida en el ambiente de la tradición oral. Porque cuando pasan los años, los recuerdos quedan hechos jirones. Desteñida por el tiempo o pintada con la fantasía, la realidad ya no es la misma cuando la recreamos con las palabras de la conversación y le agregamos las cargas conceptuales con las que elaboramos nuestras expresiones cotidianas. De esta manera, la escritura que sale impresa adquiere una importancia insospechada y penetra con muchos cauces el tejido social. Muchas historias, así como muchas ideas, se perderían si no hubiera escritores y redactores que fijan las versiones de cada leyenda y así contribuyen a configurar el espectro completo de la historia narrada colectivamente.
Otra de las acepciones más antiguas que tiene la palabra leyenda en el Diccionario de la Real Academia Española es la de “relación de la vida de los santos”. Uno de los textos más antiguos, que apareció en la Edad Media, es la Leyenda áurea (Legendi di sancti vulgari storiado), escrita por Jacobo de Vorágine. A la iglesia católica le interesaba difundir las vidas ejemplares de sus propios héroes: los misioneros, los mártires, las mujeres virtuosas, todo ello para extender su ideología. En algunas ceremonias se acostumbraba leer en voz alta esas bondades legendarias.
También algunos gobiernos han acostumbrado forjar sus propios personajes, como el Pípila o los famosos Niños Héroes, que fueron protagonistas de hechos que tienen más de maravillosos que de verdaderos y cuya conducta es “políticamente correcta”. Por otro lado existen muchas leyendas que jamás se recuperan y llegan a perderse por falta de un registro cuidadoso, tal es el caso de la tradición de las culturas autóctonas, como la tarahumara.
Las versiones escritas de las nueve leyendas que componen este libro tienen su raíz en la tradición popular chihuahuense. Por su lenguaje, por los tipos humanos, por el paisaje, estas historias conservan su frescura y gracia en la escritura cuidadosa de los autores.
La modernidad de los textos y la buena calidad de su prosa son una muestra del vigor de la tradición literaria de los chihuahuenses. La raíz colectiva de estas historias está bien recreada; en su discurso narrativo se reconocen voces de gente de Parral o de la Sierra; palabras del español que se habló en la ciudad de Chihuahua de los años cincuentas cuando sólo había ochentamil habitantes; entierros y aparecidos que en sus ensueños siguen alimentando la esperanza desaforada de hallar un cajón repleto de alazanas; monstruos marinos en pleno desierto y la mujer más hermosa del mundo vestida de novia para siempre en la vitrina de una tienda.
Por supuesto que de cada una de estas nueve leyendas existen otras versiones, escritas por distintos autores, muchas de ellas publicadas en libros, periódicos, revistas. Supongo que todas son válidas y tendrán sus propios lectores afines. Sin embargo, lo que caracteriza las de este libro es su cuidado lenguaje narrativo.
En este pequeño libro de leyendas, los lectores hallarán una ventana de sus propios recuerdos. Armando Gutiérrez Mares, escritor sorprendente cuya percepción está educada en la meditación trascendental, nos escribe de aquella señora que cada Viernes Santo, a la media noche, sigue visitando para siempre los siete templos. Muy elegante, ella recorre en un taxi las calles de Chihuahua y paga con una sortija de oro. El taxista ya no es de este mundo.
César Imerio Salazar Holguín, profesor de muchos años, nos mete a la polvareda de la Revolución Mexicana, misma que se levanta en el puro centro de nuestra propia ciudad. El olor de los cirios y el incienso de la Catedral son un consuelo ante el terror de los disparos, un refugio frente a la muerte.
En medio de la batalla brillan las alazanas; en el fulgor del oro, los personajes del relato se conectan con el más allá, donde se escuchan las voces de unos albañiles cuyo regocijo es inaudito.
Zacarías Márquez Terrazas, cronista laborioso y poeta discreto, escribe sobre las correrías del legendario Chato Nevárez cuyo destino de aventurero trae un poco de esperanza en los atribulados días de nuestra crisis económica, que también suele ser mental y hasta metafísica cuando nos enfrentamos a los cobradores, más fieros que el toro que se llevó entre las astas al famoso bandido de Babonoyaba.
Otras leyendas son: El violín de don Anatolio, escrita por Eva Muñoz, quien es maestra de literatura y dio clases toda su vida en muchas escuelas de la Sierra. El ambiente de este relato es de fina evocación poética. Oro y plata, cuyo autor es René Gómez Esparza, una historia donde se oye el lenguaje castizo que todavía se usa en los pueblos mineros; él es profesor en su natal Santa Bárbara y en San Francisco del Oro. La hija de Pascualita, quizá la más famosa de las que se oyen en esta ciudad, y de la cual existen más versiones escritas; aquí se publica la del ingeniero Jorge Luis González Piñón, quien presenta además un caudal de información muy bien organizada respecto a esta vieja historia.
Óscar W. Ching Vega, el famoso periodista, es autor de El hombre que quedó mal con Dios, donde el charro negro de Santa Eulalia vuelve a encontrarse con uno más de sus cronistas, esta vez en la escritura siempre estimulante de este beduino de las noticias. El Rosario y la sotana sin cabeza la escribe Luis Carlos Arriola Chávez, cuya trayectoria de historiador y cronista lo avalan para convertir en fantasma al padre de la patria. Y para cerrar con broche de oro, Humberto Quezada Prado nos pone frente a frente con La sierpe de Nonoava, una animal que parece de este mundo pero que navega en los ríos del delirio y de las tormentas que nos trajo el niño; se hermana con las culebras que las señoras de antes cortaban con cuchilladas al cielo y con palma bendita y a los terrores que nos causan los ríos desbocados de nuestra bronca región.
Nueve leyendas de chihuahua es un texto que deja un buen sabor de boca, queda en la memoria, estimula el deseo de leer más cuentos de estos autores que, cada uno en su estilo, logran platicar de las cosas más inverosímiles como si fueran lo más natural del mundo.



Extraido de: Nueve leyendas de Chihuahua, Jesús Chávez Marín, Editorial UACH 2010.